
Columna de nuestro rector padre Harold Castilla Devoz | El rol insustituible de la universidad en la construcción de paz

En medio de un país marcado por la polarización, las desigualdades históricas y las múltiples formas de exclusión, la educación superior no puede permanecer como una torre de marfil, ajena a los dolores y esperanzas de la sociedad. Por el contrario, debe convertirse en uno de los actores más activos en la construcción de una nación reconciliada, incluyente y sostenible.
La reciente experiencia vivida en torno al proyecto de formación en Economía Social, Solidaria y Popular a los reincorporados del acuerdo de paz en alianza con la Agencia para la Reincorporación y la Normalización, ARN, es una demostración concreta de cómo una Institución de Educación Superior, IES, puede contribuir, con coherencia y compromiso, a los procesos de transformación territorial y construcción de paz.
Estoy seguro de que todas las IES del país están respondiendo a este gran reto, porque vivimos tiempos que exigen mucho más que formación técnica: reclaman una pedagogía de la reconciliación. Unas IES que escuchen, que se dejen interpelar, que vayan al territorio, y que entiendan que el conocimiento solo cobra sentido cuando se pone al servicio de la vida.
En el caso colombiano, esto implica acompañar los procesos de reincorporación de firmantes de paz, promover modelos económicos solidarios, y ampliar las oportunidades educativas donde históricamente han faltado: las veredas, las periferias, los rincones silenciados por el conflicto armado. El reto no es menor. Colombia aún no logra cerrar la brecha entre el discurso de la paz y su encarnación en políticas públicas, especialmente en educación. Según datos del Ministerio de Educación Nacional, los que acceden a la educación superior aún no llenan las expectativas frente al número total que no lo logra.
Estas cifras se reducen drásticamente en zonas rurales, con presencia de población víctima o en proceso de reincorporación. La implementación integral del Acuerdo Final de Paz sigue siendo una deuda pendiente, y sin educación como eje transversal, cualquier intento de consolidar la paz quedará incompleto.
Frente a este panorama, experiencias formativas de las IES demuestran que la educación es también acción territorial, escucha activa, capacidad institucional y sensibilidad ética. Aquí no se trata de transmitir contenidos, sino de abrir caminos de dignidad, de recuperar el sentido profundo del verbo educar: “sacar de adentro”, potenciar lo que cada persona, comunidad y territorio ya contiene como semilla de transformación. Este modelo representa una educación superior que se aleja del asistencialismo y apuesta por el acompañamiento integral, con enfoque comunitario, perspectiva étnica, respeto a la dignidad humana, especialmente a la mujer y dimensión espiritual. Pero aún hay mucho por hacer, necesitamos una política pública de educación superior que reconozca, fomente y financie estas iniciativas. Que entienda que el impacto social de las IES no se mide solo por papers o rankings, sino por la capacidad de transformar realidades, de escuchar los territorios y de devolver la esperanza en lugares en los que ha sido sistemáticamente negada.
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Colombia necesita más IES descentradas, que no le teman a la ruralidad, que reconozcan los saberes ancestrales, que fomenten economías del cuidado y que entiendan que el conflicto no se supera con retórica, sino con oportunidades concretas. Las IES no pueden ser “fábricas de profesionales desarraigados”, sino escuelas de humanidad, laboratorios de comunidad, casas abiertas a los excluidos. En ello tiene un rol clave el Estado como garante del derecho a la educación. La paz no se decreta, se educa.