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Columna de nuestro rector padre Harold Castilla Devoz | La pedagogía ética y cívica a la inteligencia artificial

Columna del rector general de UNIMINUTO padre Harold Castilla en La República.

La humanidad está en una encrucijada. Así lo advierte el Papa León XIV en su reciente mensaje a propósito de la Cumbre “AI for Good” 2025, organizada por la Unión Internacional de Telecomunicaciones. En sus palabras resuena una advertencia profética y una invitación moral: la revolución digital, impulsada por la inteligencia artificial, está redefiniendo los sistemas educativos, sanitarios, laborales, gubernamentales y culturales, pero no puede, ni debe, redefinir lo esencial: la dignidad y centralidad del ser humano.

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En un mundo donde los algoritmos comienzan a tomar decisiones por nosotros, y sobre nosotros, la pregunta no es únicamente qué puede hacer la tecnología, sino qué debe hacer y para quién. Porque la eficiencia sin ética, la automatización sin conciencia y la innovación sin gobernabilidad, corren el riesgo de convertirse en herramientas de exclusión y de control. Más de 2.600 millones de personas aún no tienen acceso a tecnologías de comunicación básicas. Este dato no es un simple rezago estadístico; es un vacío ético global, una alerta roja en la narrativa de progreso. La conectividad sigue siendo un privilegio cuando debería ser un derecho, y la inclusión digital, un bien común.

El desafío, entonces, es de gobernanza global. No se trata solo de regular dispositivos o plataformas, sino de formular una ética de la innovación que asegure que cada avance tecnológico sea también un avance humano. Esta gobernanza no puede estar solo en manos de los gigantes tecnológicos o de los Estados; debe involucrar a la sociedad civil, a la academia, a los pueblos originarios, a las comunidades religiosas, a quienes piensan y acompañan lo humano desde distintas orillas.

Porque aunque la responsabilidad comienza con quienes diseñan y programan los sistemas de IA, todos compartimos la obligación de velar por su uso ético. La IA no puede ser una caja negra sin rostro ni conciencia. Es necesario desarrollar marcos normativos centrados en la persona humana, que vayan más allá de la utilidad y la rentabilidad, y que tengan como norte el bien común, la justicia social y el desarrollo integral. En otras palabras, la IA debe ser un instrumento para la fraternidad, no para la vigilancia; una herramienta de liberación, no de control; un medio para fortalecer vínculos, no para fragmentarlos. Esto requiere liderazgo ético y pedagogía cívica.

No basta con educar programadores, necesitamos formar ciudadanos capaces de discernir, regular y dialogar con la tecnología sin perder el alma. La IA puede simular decisiones, pero no puede discernir moralmente. Puede gestionar datos, pero no puede amar. Puede aprender patrones, pero no puede cuidar. Esa brecha entre lo operativo y lo ético es precisamente donde debemos actuar como sociedad: no solo para evitar los riesgos, sino para orientar con claridad los fines. La revolución de la IA no es solo tecnológica, es profundamente antropológica y política. Nos obliga a volver a las preguntas esenciales: ¿Qué significa ser humano? ¿Qué tipo de sociedad queremos construir? ¿Quién queda afuera del futuro que estamos programando?

En el fondo, este no es un debate sobre máquinas, sino sobre humanidad. Y la urgencia no es técnica, sino moral. Si no colocamos a la persona en el centro, podemos terminar generando inteligencia sin compasión, velocidad sin dirección y datos sin verdad. Lo humano no es un residuo romántico en tiempos digitales. Es la base sobre la que todo debe construirse. Es tiempo de recordarlo, de regularlo y de enseñarlo. Solo así, la inteligencia artificial podrá ser, un bien al servicio de toda la familia humana, y no una amenaza silenciosa a nuestra condición común.

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