
Columna de nuestro rector padre Harold Castilla Devoz | Educar para la paz: una urgencia moral y cultural

Colombia atraviesa, una vez más, un doloroso déjà vu. La violencia, como un eco trágico de las últimas cinco décadas, se manifiesta con nuevas caras, pero con las mismas consecuencias: muerte, miedo, polarización, retrocesos sociales y fractura del tejido humano. La pregunta es inevitable: ¿hasta cuándo seguiremos atrapados en esta lógica destructiva? ¿Y qué podemos hacer distinto?
Esa transformación empieza en la educación. No en la educación técnica o instruccional que reproduce esquemas, sino en una “pedagogía para la paz” que cuestione la cultura de la violencia y siembre nuevas formas de relacionamiento. Una educación que desmonte el imaginario del otro como enemigo y promueva el encuentro, la empatía, la palabra que cura y el desacuerdo que no mata. La “pedagogía para la paz” debe ser audaz, transformadora, creativa. No puede limitarse a cartillas o fechas conmemorativas.
Requiere nuevas metodologías, lenguajes y espacios de formación donde todos, maestros, familias, estudiantes, comunidades de fe y seculares, políticos, seamos protagonistas. Debe enseñar que los conflictos existen, pero pueden tramitarse sin recurrir a la fuerza, que los derechos humanos son también deberes, y que la justicia social es el cimiento de cualquier convivencia duradera.
La respuesta no es inmediata ni única, pero una certeza se impone: la paz no se decreta, se educa. No basta una paz firmada o transaccional, que responda a intereses coyunturales. Necesitamos una paz cultural y espiritual, una “amistad social”, como la llamó el Papa Francisco en su documento “Fratelli tutti”, que se construya desde las raíces mismas de nuestra forma de pensar, sentir y convivir.
Pero esta tarea no puede recaer únicamente sobre la voluntad de algunas instituciones educativas.
Debe convertirse en prioridad de política pública, con enfoque integral, transversal y territorial. Formar para la paz es formar ciudadanos capaces de actuar con dignidad en medio de la diferencia, de habitar el país con responsabilidad compartida. Referentes como Swee-Hin Toh, con su propuesta de los “Seis pétalos de la educación para la paz”, nos recuerdan que esta formación debe abordar dimensiones como la desnaturalización de la violencia, los derechos humanos, la reconciliación, el respeto por la diversidad y por la vida en todas sus formas. Porque la paz no es ingenuidad: es un proceso profundo de reconstrucción ética y cultural.
Hoy, Colombia necesita más que nunca desarmar los corazones, reaprender a confiar, desaprender el odio y sembrar la palabra que edifica. El potencial de la educación convierte a la pedagogía para la paz en un ámbito de acción determinante para la transformación de una sociedad que, como la colombiana, ha estado sumida en décadas de violencia, odios y dolor. La guerra ha dejado cicatrices en la mente y el corazón de muchas personas y familias y hoy se evidencia que quiere seguir dejándolo. Por todo ello, no más la pedagogía de la guerra. No más el culto a la agresión.
La paz es posible, pero solo si la cultivamos desde la raíz: la educación.
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Post data: Oro a Dios por Colombia para que la convicción del bien común sea una responsabilidad de todos y que nadie sufra las consecuencias de la violencia obtusa.